Asistí hace tiempo a una obra de teatro titulada Nonno Beppe.

La historia cuenta la vida de un hombre nacido a comienzos del siglo XX que atravesó guerras, emigraciones y revoluciones sociales. Un hombre que tuvo que reinventarse una y otra vez para mantenerse en pie, aferrándose a los recuerdos como si fueran hilos de lana que no se pueden soltar en el torbellino del tiempo.

¿Cuántas historias parecidas podríamos contar todavía hoy?

Personas con vidas llenas de experiencias y memoria, pero que a menudo se sienten solas, desorientadas, como si el mundo hubiera cambiado de idioma.

La noche de la función leí una noticia curiosa: un hombre había muerto después de cincuenta años sin poder crear nuevos recuerdos. Cada día era un nuevo comienzo, sin pasado ni nostalgia. Una existencia suspendida entre la memoria y el olvido.

Pocos días después, en un pequeño restaurante, me fijé en una mesa con unas veinte mujeres. Gesticulaban animadamente, pero en silencio: todas eran sordomudas. Un grupo unido y sereno, mientras la camarera parecía incómoda, incapaz de comunicarse.

Y me pregunté: ¿qué es realmente la incomodidad?

 

La incomodidad hoy: estar fuera de lugar en un mundo "perfecto"

Hoy la incomodidad no es solo física o psicológica: es digital, cultural y social. Vivimos en una web que exalta modelos perfectos, emociones simplificadas y pensamientos fugaces.

Quien no se adapta al ritmo de los algoritmos es percibido como "fuera de lugar". Pero, ¿quién decidió que el confort estandarizado es sinónimo de felicidad?

Un mundo que mide todo en “me gusta” y rendimiento nos hace olvidar que el valor humano también nace de la fragilidad.

La inteligencia artificial amplifica esta paradoja: cuanto más aprenden las máquinas a imitar nuestra voz y nuestros gestos, más riesgo corremos de perder la escucha auténtica de nosotros mismos.

El conocimiento parece volverse accesorio, mientras la apariencia y la velocidad se convierten en competencia.

 

La incomodidad como forma de conciencia

No pretendo faltar al respeto a quienes enfrentan discapacidades o sufrimientos reales. Pero me pregunto: si el mundo estuviera diseñado para acoger, y no para excluir, ¿cuánta incomodidad desaparecería?

Se ve cada día, en los trenes o en las redes sociales: quien se siente “diferente” no lo es por naturaleza, sino porque el contexto no sabe acogerlo.

La incomodidad, entonces, no está dentro de la persona: está en una sociedad que no sabe leer la diversidad como riqueza.

Pensemos en la incomodidad psíquica, en la soledad, en la dificultad para comunicarse de verdad. Son formas sutiles, a menudo invisibles, pero muy extendidas.

En una época en la que todo se mide en engagement, la empatía se ha convertido en un acto revolucionario.

 

Reconocer el propio modelo

Recuerdo la historia de Judy Garland, madre de Liza Minnelli. Una vida luminosa por fuera, pero marcada por un dolor profundo, que terminó en un gesto extremo.

No creo en destinos inevitables: creo que gran parte de nuestra incomodidad nace cuando intentamos encajar en modelos que no nos pertenecen.

Reconocer el propio modelo, la propia esencia, es quizás el primer paso hacia una libertad auténtica.

 

Compartir la incomodidad para redescubrir la humanidad

La incomodidad no es una enfermedad: es una condición humana. Es lo que nos hace reales. En el mundo digital, incluso puede convertirse en un puente.

A menudo me ha pasado conocer personas en línea —a veces en una red social, a veces en una comunidad— y descubrir que una dificultad compartida puede abrir un diálogo sincero, profundo e inmediato.

La incomodidad, entonces, no es solo sufrimiento. Es una forma de conocimiento.

Puede ser la base para una nueva manera de pensar el futuro, incluso dentro de una web poblada de inteligencias artificiales cada vez más sofisticadas pero aún incapaces de sentir compasión.

Miremos a nuestro alrededor: la incomodidad está en todos nosotros.

Y quizás, compartirla sea la forma más humana de seguir siendo humanos.